Es la sala de clases de la
Dra. K. Un ámbito insufriblemente caluroso cuando brotan sus palabras como un
torrente insuperable de conceptos romanticistas. Los ventanales, que podrían
dotar algo de sosiego resoplando alguna brisa, son inútiles casi siempre: el
verano parece haber decidido instalarse ininterrumpidamente en nuestra villa.
Vistos desde el cielorraso los pupitres están dispuestos en un simétrico dibujo
romboidal; no hay cortinas, pero sí un par de plantas que bajo esta canícula
despiadada e inusual exponen todo el tiempo flores rojizas, casi diría de color
de fuego, como si fueran parte o se difuminaran con el mismo aire sofocado del
que respiran, o que al contrario emanan.
La Dra. ingresa siempre por la misma
entrada (la sala tiene dos puertas oblongas de roble pintadas de verde, una
enfrentada a la otra en los laterales del aula). Así, aguardando su saludo
sentimental de cada tarde de viernes, permanecemos sentados, pensativos,
dudando de la salubridad de haber optado por esta cátedra literaria. Durante
dos horas oiremos la etílica voz de la
Dra. predicando sobre las nuevas tendencias del arte, los
affaires de los escritores que empalagan las góndolas del supermarket, los
cientos de poemitas tragicómicos destinados a sus variados y fallidos amantes,
el concepto que de cada uno de nosotros tiene y su grave crítica a nuestros
escritos…
Alternamos —habitualmente— la lectura de
los clásicos con relatitos porno soft.
—Las letras son lo mismo, sean drama, comedia
o penetraciones—dice la Dra. K. Y de sus labios
todo suena irrefutable.
Ese no es el problema. Lo es, en cambio,
el odio que incapaz de comprender, siento por ella, un odio casi como un amor
terrible.
—Escríbame una novela —dijo una tarde
inclinándose hacia mí, casi besándome la frente— Yo seré su heroína. No le
faltarán sucesos. Su prosa será rica en pasiones, tragedias. Seré un espanto de
personaje, pero le daré la fama que anhela y que quizá merezca.
Matias Noya.