domingo, 16 de septiembre de 2012

Paloma...





Si salta, si se sacude el óxido del lomo
como hacen los perros mojados para secarse;
si cambia esos tonos opacos y vuelve al sur
siguiendo los colores de la tarde,
puede haber una oportunidad.

El instinto perdido en la ciudad
de las aves ciegas
que se estrellan contra las ventanas en los edificios,
como aviones de un atentado antiterrorista,
no está en stock en las veterinarias
y  entre tanto departamento sobrepuesto,
lomo con lomo, tornillo a tornillo,
ningún vecino tiene idea.

Bajo por una  cerveza  al barcito de enfrente.
Por la hora, debería el sol darnos una buena paliza,
de esas lindas, con ojos hinchados y todo.
Pero están los edificios haciendo de hermano mayor
y entonces nada,
todos pierden su propia sombra: la botella
y el mozo, y los pocos árboles sobre la vereda.
Del fondo de la calle —hasta donde no dan los ojos—
llegan sirenas y bocinas
y el murmullo de muchas voces
pegoteadas y unidas con el calor, la rutina,
los trabajos insoportables que nadie se ánima a dejar,
en la vuelta a casa del fin de jornada.
Dejé mi nido por este departamentito alegre
frente a un bar de puertas
y ventanas oxidadas. La tarde va girando
y yo me estiro sobre la silla sin sombra 
en la vereda del bar.
Antes me quedaba en una plaza con las palomas
que eran el remedio aéreo
de una vida con las defensas bajas.

La noche va girando al revés.

Las ambulancias pasan, la vida también.
Pasan los patrulleros, el crimen;
las hinchadas en camiones pasan,
pasan los noventa minutos,
y el domingo también pasa.

De tanto pasar no pasa nada.

En la cornisa de la tarde que gira,
de la noche que gira al revés,
la paloma oxidada
ensaya un salto.


Fotografía: Carolina Mora
Texto: Matías Noya

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